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Sobre electrones, bits y códigos (Explorando la frontera digital II)

18 enero 2019

Cuando los juristas nos internamos en el medio digital con una visión específicamente jurídica -es decir, no cómo simples usuarios de una tecnología-, nuestro primer obstáculo es simplemente conceptual, por no decir terminológico. Empezamos a emplear un poco al tuntún una serie de palabras –informático, digital, electrónico, telemático, archivo, fichero- cuyo significado no hemos terminado de precisar.
Así que a la hora de plantear la posibilidad de un “documento electrónico” o de un “contrato electrónico” de significado jurídico equivalente o al menos análogo a lo que los juristas hemos venido entendiendo secularmente como “documento” o como “contrato”, y aun más, la posibilidad de que existan “activos digitales” susceptibles de apropiación exclusiva, como pretenden ser las criptomonedas o los tokens, tenemos que comenzar necesariamente con algunas precisiones conceptuales para ordenar un poco nuestras ideas.
Lo primero que hemos de tener claro es que estamos hablando de “información” o de “mensajes”, conceptos estos en los que siempre podemos distinguir dos elementos: la información propiamente dicha, como significado o contenido ideal o cognitivo (algo que pensamos), y un medio o soporte material o sensible –un signo o señal- mediante el que representamos ese significado para que pueda trasmitirse de una mente humana a otra (o de un sistema o dispositivo a otro sistema o dispositivo capaz de percepción) y en su caso conservarse fuera de una memoria humana.

De la electrónica a lo digital


Pues bien, sin entrar en mayores disquisiciones, la informática es una tecnología que hemos desarrollado para manejar la información (organizarla, conservarla y transmitirla) de manera mecanizada o automatizada. Esto es posible gracias a unas prodigiosas máquinas que, primero, funcionan con energía eléctrica –es decir, son aparatos eléctricos-, y segundo, operan mediante la circulación de corrientes de electrones por microcircuitos -lo que se entiende por “electrónica”-. En definitiva, se trata de una tecnología de la información que emplea unas específicas “señales” o “signos” resultantes de la conducción y el control del flujo microscópico de electrones u otras partículas cargadas eléctricamente.
Un concepto distinto, pero relacionado con éste de la electrónica, es el concepto de “digital”. Con ello no nos referimos a una determinada tecnología, a unos determinados tipos de aparatos, sino más bien a una cuestión de tipo lógico.
Digital es un término derivado de “dígito”, que a su vez viene de dedo, pero lo que en realidad quiere decir es numérico, porque los seres humanos aprendimos a contar con el auxilio de nuestros dedos (precisamente, nuestro sistema numérico es de base decimal porque tenemos diez dedos entre las dos manos). Pues bien, digitalizar o mejor “numerizar” no es más que cifrar o representar una información cualquiera utilizando dígitos, es decir los diez números básicos que se representan mediante los diez guarismos del 0 al 9; y siendo más precisos, sólo mediante dos de estos dígitos: el 0 y el 1 (un bit es un espacio que puede estar ocupado por uno de estos dos símbolos), lo que se conoce como el código digital binario. Algo que se encuentra ya nada menos que en el I Ching de la antigua China, o sin ir tan lejos, en algún trabajo del filósofo alemán Leibniz, allá por el final del siglo XVII. Y aunque este autor –como recordé en un post anterior- llegó a concebir ya la idea de una máquina que almacenaba y manejaba información codificada en código digital binario, lo cierto es que los ejercicios de cifrado o codificación y aritmética binaria que el bueno de Leibniz llevaba a cabo en su tiempo no requerían de otro instrumental técnico que un lienzo de papel, una pluma de ave y un poco de tinta. Porque, como digo, la digitalización, en sentido estricto, no es una operación tecnológica sino meramente lógica.

Del dígito al código


Así, “digitalizar” un texto como el que estoy ahora escribiendo supone convertir cada uno de sus caracteres alfabéticos, signos de puntuación y el espacio en blanco en un concreto número binario de conformidad con un determinado código (algo parecido a la conversión de cada letra en una determinada secuencia de rayas y puntos en el código Morse).
En concreto, mediante el código ASCII (American Standard for Information Interchange), que es el más empleado por nuestros ordenadores, cada una de las letras mayúsculas y minúsculas, cada una de las cifras del 0 al 9 y determinados signos de puntuación y símbolos de comandos se representan mediante una determinada cadena de ocho bits, es decir, de lo que se conoce como un byte. Por ejemplo, la letra “a” se sustituye o representa por la secuencia binaria 01100001.
Es importante darse cuenta de que una codificación digital de este tipo es algo completamente convencional. Así, podríamos haber acordado que esa misma secuencia de ceros y unos representase la letra “b”. En cualquier caso, lo que interesa retener de esto es que para utilizar series de ceros y unos como instrumentos de conservación y transmisión de la información siempre vamos a necesitar no sólo algo capaz de “registrar” esos dos símbolos o señales, sino también un “código” mediante el que atribuimos a determinadas combinaciones de ceros y unos un concreto significado o una correspondencia con un símbolo de otro lenguaje, por ejemplo una letra del alfabeto latino.

Conectando lo electrónico y lo digital


¿Y qué tiene que ver lo electrónico con lo digital? Pues muy sencillo: que cualquier interruptor de un circuito por el que pasa la corriente eléctrica puede estar en una de estas dos posiciones: abierto o cerrado, encendido o apagado, on/off. De esta manera, si asignamos el valor 0 a una de esas dos posibles posiciones y el valor 1 a la otra –lo que también es otra convención de codificación a un nivel más básico-, podemos “registrar” en un circuito electrónico cualquier información que previamente hayamos “digitalizado”, es decir, convertido en una determinada sucesión de ceros y unos.
Han existido aparatos y sistemas electrónicos anteriores y ajenos a la moderna codificación digital electrónica y que en los últimos tiempos se han reconvertido a la tecnología digital (los reproductores de sonido, la radio, la televisión, la telefonía), mientras que la informática, las “computadoras”, lo que en España llamamos ordenadores, es decir, los aparatos que hemos inventado para el tratamiento automático de la información, constituyen una técnica que desde su origen ha estado ligada a la digitalización de la información.
Y lo que distingue la electrónica digital de la “analógica” es que la primera codifica una información reducida a esos dos únicos estados o posiciones lógicas que son el 0 y el 1 mediante dos niveles claramente diferenciados o “discretos” de voltaje o tensión eléctrica, mientras que la segunda codifica una infinidad de estados de información mediante variaciones “continuas” o graduales de tensión. Precisamente por ello, la transmisión y reproducción digital de una señal o información, en cuanto que dicha señal o información se ha simplificado o esquematizado previamente, es mucho más precisa y nítida, no lleva consigo ese posible deterioro o distorsión de la señal que caracteriza a la transmisión y reproducción analógica.

Analogías con lo jurídico


Esta diferencia técnica en cuanto a fidelidad o exactitud de la representación y reproducción de una información puede tener una extraordinaria importancia jurídica. Es el fundamento último de la identidad de cualquier pieza o unidad de información que manejamos en este peculiar medio, y también del concepto de documento al que llegamos en este ámbito, que es mucho más abstracto o espiritual que nuestro concepto tradicional de documento, bastante más materialista. En el mundo de la información sobre papel, la identificación de una unidad informativa –eso que entendemos como un “documento”, como por ejemplo, una letra de cambio o la escritura pública de compraventa de un inmueble- se basa en la materialidad individual de un concreto trozo de papel en el que se ha escrito algo con tinta. En el mundo de la información digitalizada, la identificación es puramente lógica: una pieza de información es una concreta cadena de ceros y unos cualquiera que sea el soporte material o físico en que esté registrada.
Sobre esto tendremos que volver. De momento es suficiente con que tengamos claro que, si el lenguaje natural humano siempre implica un primer nivel de codificación -la atribución de unos determinados significados a unos determinados sonidos o combinaciones de sonidos producidos mediante la “articulación” de la voz humana-, y aun un segundo nivel de codificación si se trata del lenguaje escrito –la vinculación entre unos sonidos y unas determinadas grafías, las letras-, la técnica digital-electrónica propia de la informática supone la interposición de una mediación mucho más intensa.
Por una parte, la dependencia de una máquina. Lo que se representa mediante escritura natural en un papel, en las hojas de un libro, en un documento del tipo tradicional, se puede conocer por todo aquel que disponga del sentido de la vista y sepa leer (y conozca el idioma natural empleado en ese escrito). Y, como mucho, si es de noche, necesitaremos una lámpara o una vela. Por eso se suele decir que un rasgo del documento es su comprensibilidad directa.
Sin embargo, para recuperar la información gravada en un pendrive o en un CD necesitamos ineludiblemente una máquina. Sin un artefacto producto de una ingeniería muy sofisticada capaz de “leer” este tipo de dispositivo y de transformar las señales que contiene en sonidos o en imágenes o grafismos alfanuméricos sobre una pantalla que nosotros podamos ver, el CD no es más que una lámina de plástico con unos sutiles surcos prácticamente imperceptibles.
Siendo más preciso, los “soportes” físicos de la información digitalizada o informatizada vienen siendo de dos tipos: “magnéticos” u “ópticos”. En los soportes de tipo “magnético” (discos duros, cintas digitales) la información se registra en un material formado por partículas sensibles al magnetismo eléctrico –el óxido de hierro-, de manera que estas partículas se orientan en determinadas posiciones cuando se aplica sobre las mismas un campo magnético mediante un electroimán, conservando esa posición cuando cesa dicha aplicación. Mediante esas posiciones se representan los datos codificados en forma de bits.
La lectura de lo registrado en este tipo de soporte se realiza detectando esas posiciones de las partículas aplicando de nuevo un electroimán. Por su parte, la tecnología “óptica” (propia de los CDs y DVDs) no emplea imanes, sino rayos láser para registrar y leer las señales. En concreto, sobre una lámina, normalmente de aluminio, que cubre la superficie plana de un disco se graban mediante un láser unos surcos microscópicos. La lectura se realiza pasando un rayo láser sobre el disco. Los surcos en la superficie modifican el comportamiento del haz de láser detectándose de esta manera la información que contiene el disco.

Se necesita un sistema de interpretación


Ahora bien, la lectura de uno de estos soportes no requiere sólo de una máquina capaz de percibir estas señales ópticas o magnéticas que representan a su vez ceros y unos, sino que además debe desarrollar esa función u operación lógica consistente en reconvertir lo codificado como una secuencia de dígitos binarios en sonido, imagen o un texto en lenguaje natural escrito en caracteres de –por ejemplo- el alfabeto latino visualizable sobre una pantalla. Sin una aplicación capaz de realizar esa operación lógica, la información digital sigue siendo para nosotros completamente opaca, carente de todo significado.
Además, tanto las máquinas como los programas que éstas aplican están sujetos a un vertiginoso proceso de obsolescencia técnica, de manera que no basta con que en el momento de incorporación de una determinada información a un soporte digital se disponga de la máquina y del programa que permite su lectura, sino que una máquina y una aplicación capaz de leer ese mismo tipo de soporte debe estar disponible en ese momento posterior en que interese recuperar la información así conservada. Piénsese en lo difícil que puede ser encontrar ahora un magnetofón capaz de reproducir esas cintas de sonido o casetes que todavía guardamos en algún cajón.
Y por último y no menos importante, esta máquina en la que estoy tecleando, capaz de hacer todo esto tan maravilloso, sólo funciona si recibe suministro de energía eléctrica. Si se corta la luz y nos quedamos sin corriente, deviene absolutamente inútil. El apagón eléctrico equivale a la indisponibilidad absoluta de toda la información registrada mediante este tipo de código y soporte.
Antes de que esto suceda, hago clic en guardar –para que pase de la memoria operativa o RAM al disco duro- y envío este archivo de texto como adjunto a un correo electrónico a la editora del blog. En el próximo envío daremos un paso adelante y nos introduciremos en la cuestión –de relevante significado jurídico- de cómo conseguir autenticidad e integridad en este peculiar mundo de la información digitalizada.

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