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La reforma laboral: un ballo in maschera

22 febrero 2022

Convalidado, en el último suspiro y bajo la amenaza de impugnaciones por los avatares de la votación, el Decreto Ley de la reforma laboral, se impone una reflexión sobre su impacto en nuestras relaciones laborales y en nuestro mercado de trabajo. Y también sobre la actitud de los sujetos que han intervenido en la gestación de la norma. Todos ellos han participado, más o menos conscientemente, en un baile de máscaras. Las organizaciones empresariales han exhibido una máscara de sonrisa y de satisfacción, bajo la que se oculta un rictus de auténtico pavor ante la imagen, todavía no enteramente desvaída, de lo que podría haber sucedido. Los sindicatos han mostrado una máscara de afectada seriedad y contrariedad, unida a una expresión de responsabilidad, producto de su renuncia, en aras del consenso social, a sus objetivos máximos. Bajo ella, sin embargo, aparece una sonrisa de satisfacción por haber salvado los muebles de un sistema de relaciones laborales corporativo, intervenido y rígido, reacio a asumir los cambios tecnológicos, económicos y sociales, y que sigue confiriendo un exorbitante poder normativo a las organizaciones representativas de intereses laborales y empresariales. Y el gobierno ha asumido el papel de árbitro entre intereses contrapuestos, ronroneando de satisfacción por la imagen centrista y moderada que deriva de su esfuerzo de acercar posturas y urdir consensos que se antojaban, de entrada, muy complicados. Bajo ello late el adanismo (basta leer la exposición de motivos) de reinventar el mercado laboral y de reordenarlo, completamente, sobre nuevas bases. Por supuesto, diseñadas desde el poder, sin confiar en la libertad de sus protagonistas.
Dicho lo cual, y producto de todos esos juegos tácticos, esta es una reforma que configura (o mantiene la configuración de) un sistema de relaciones laborales del siglo XX y no del siglo XXI. Seguimos sin incorporar los drásticos cambios tecnológicos que han tenido y siguen teniendo lugar, y que revolucionan un sistema productivo que sigue sometido a una normativa intervencionista, rígida, ajena a los cambios sociales y económicos y a la propia configuración de los intereses de los trabajadores, cada vez más diversificados y más en pugna con un pretendido “interés colectivo” insensible a las pretensiones y a las situaciones individuales (y, por tanto, con una negociación colectiva mortificadora de la autonomía individual, que sigue considerando al trabajador como un “objeto a proteger” y no como un sujeto capaz de definir y de negociar sus propios intereses).
En ese contexto, la finalidad fundamental de la reforma es la reducción de la temporalidad, tratando de reconducir, en la medida de lo posible, las relaciones laborales hacia el modelo de contratación de duración indefinida. Y ello sobre la base de la admonición de la Unión Europea en ese sentido. La tasa de temporalidad en el mercado español de trabajo supera en ocho puntos la del siguiente país (Portugal) y casi duplica la media europea, por lo que habría que “normalizar” la situación reduciendo paulatinamente la utilización de los contratos temporales. Este planteamiento puede suscitar una amplia coincidencia y siempre permite justificar, con la excusa de la exigencia exterior, las medidas que se pretenden adoptar. Ahora bien, si es cierto que la Unión Europea ha instado a reducir las tasas de temporalidad (o de “precariedad”, aunque en modo alguno pueden considerarse términos equivalentes), no ha indicado, porque queda además fuera de sus competencias, cómo hacerlo. Y debemos tener presente que la temporalidad en la contratación temporal puede pretender reducirse tanto por la vía de limitar las posibilidades legales de celebrar contratos temporales, exigiendo precisas causas para los mismos, imponiendo un porcentaje máximo de relaciones de duración determinada, prohibiendo “encadenamiento de contratos”, etcétera, y estableciendo sanciones contractuales o administrativas para las actuaciones que ignoren las limitaciones legales, como por la vía de incentivar el recurso a la contratación indefinida, previendo estímulos para la misma. Lamentablemente, entre la vía promocional y la vía represiva y sancionadora, el legislador español suele optar por esta última, cuando los resultados de la primera son más estables y más consistentes.
La identificación de los supuestos en los que resulta legalmente posible el recurso a la contratación de duración determinada, aunque se realiza en términos tales que permiten un amplio campo de interpretación y de acomodo a las exigencias productivas de las empresas (a las que finalmente no se ha impuesto un porcentaje máximo de temporalidad), configura una legislación muy poco comprensiva con las necesidades de contratación temporal. La rígida regulación del encadenamiento de contratos, la limitación de la duración de los contratos por circunstancias de la producción a seis meses (ampliables a doce por convenio colectivo sectorial), la ignorancia de las exigencias específicas derivadas de la apertura de nuevas empresas o establecimientos, o del lanzamiento de nuevas actividades, sitúan a nuestro ordenamiento en una posición mucha más restrictiva de la contratación temporal que otros. Baste considerar la regulación portuguesa o alemana, bastante más permisivas que la española, para comprender lo rígido de nuestra regulación (el límite general es, en ambos países, de veinticuatro meses, no de seis ni de doce, con contrato por lanzamiento de nueva actividad de hasta cuatro años en Alemania). Rigidez que, es importante resaltarlo, no asegura mejores resultados. Como sucede en el ámbito fiscal (mayor presión fiscal no asegura mayor recaudación), una regulación prohibitiva no garantiza menor temporalidad. Las tasas de temporalidad son significativamente menores a las nuestras tanto en Portugal como en Alemania, con una legislación mucho más permisiva.
Además, el recurso a la contratación temporal depende, en una gran medida, de la regulación de la llamada “flexibilidad de salida”. Cuanto menor sea el coste, económico y procedimental, de la extinción de los contratos de trabajo, menor será el incentivo para recurrir a la contratación de duración determinada. Piénsese que la normativa de despido, en Alemania, solo se aplica a contratos de más de seis meses de duración, en empresas de más de diez trabajadores (bastando, en las empresas y contratos por debajo del umbral, para la extinción sin causa del contrato, la concesión de un preaviso al trabajador, cuya duración depende de la previa duración del vínculo laboral). O véanse las indemnizaciones por extinción del contrato en Portugal, donde si bien rige la regla de la readmisión en los despidos injustificados, esa regla no se aplica a las microempresas.
Deberíamos ser capaces de prescindir de las máscaras y de repensar toda nuestra legislación laboral, atendiendo a las nuevas realidades empresariales, sociales, tecnológicas y productivas. Ello exige un amplio debate que no debe quedar reducido al ámbito del diálogo social, en el que las resistencias al cambio y las pulsiones conservadoras, lastran todos los planteamientos. Y deberíamos acercarnos a Europa, inspirándonos en las experiencias exitosas de otros países, y desterrando de una vez el complejo de recién llegados, que nos lleva a esa absurda política de tener siempre que añadir, a los estándares europeos, esos dos huevos duros tan marxistas (de Groucho), como si tuviéramos que dejar siempre sentada nuestra sensibilidad social.

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